«Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os
tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros
también estéis».
Juan 14:3
«Los cristianos son unos egoístas, —dijo. Lo único que
quieren es dejarnos aquí para irse a disfrutar con su Dios
invisible a ese paraíso que piensan que está allá arriba».
Una carcajada sarcástica salió de su boca y estalló
como una centella en medio de una noche de tormenta.

El rostro se le transformó en una mueca ridícula; su ira
contrastaba con el aspecto increíble de los conceptos que
se empecinaba en negar. La paz de nuestros rostros, al
mismo tiempo que lo enfurecía lo doblegaba. Solo la fe
convierte en realidad lo que supera a la sabiduría humana.
Porque sin Dios el hombre es una criatura perdida en la
eternidad infinita.
Éramos adolescentes, y la discusión con ateos se había
convertido en una actividad cotidiana. No pasaba un día sin
que se burlaran de nuestra fe en Dios, o nos agredieran de
alguna manera. En la escuela las agresiones venían tanto
de profesores como de alumnos.
Ni en la calle ni en el trabajo nos daban tregua, en
aquellos años en Cuba un cristiano no podía vivir sin que
lo agredieran verbal o físicamente. Convirtieron la fe en
Dios en un sinsentido que muy poca gente toleraba y otros
escondían en sus impenetrables conciencias oprimidas por
la furia del ateísmo impuesto. La persecución comunista es
implacable.
«Mira qué egoístas somos —dije—, que predicamos el
evangelio para que nadie pierda la oportunidad de regresar
con Dios para siempre a ese mundo perfecto que perdimos
por causa de la rebelión humana».
«Atrévete a hablar de esa utopía aquí en el aula. Si nos
provocan los metemos presos a todos —dijo el director—.
El que se muere lo enterramos, y de ahí no lo saca nadie.
No existe Dios que lo resucite. Nadie vive otra vez.
Métetelo en la cabeza. Todos ustedes están locos de
remate».
La muerte de Abel no impresionó a quienes se enteraron
del crimen cometido por Caín, porque un asesinato no es
natural. Todos pensaron: el hermano lo mató, y a mí eso
no me sucederá; pero murió Adán. La muerte del padre de
la humanidad trajo la convicción de que todos moriríamos.
Desde ese día ninguno dudó que moriría.
La primera genealogía que menciona la Biblia evoca el
presagio más decepcionante que debieron escuchar los
primeros descendientes de Adán. Junto al nombre de cada
patriarca Moisés escribió: «Y murió» (Génesis 5). Estos
hombres vivieron muchos años, más que cualquiera de
nosotros, pero la fatídica frase resuena como una alarma
indetenible en los oídos que la escuchan o en los ojos que
la leen. Todos moriremos. No lo duden.
Desde el mismo comienzo del pecado la realidad de la
muerte pareció una barrera infranqueable para la humanidad
sin Dios. La muerte trajo rebeldía y esperanza. Los rebeldes
culparon a Dios de injusto y los obedientes reconocieron
sus faltas y se acogieron a la posibilidad de un redentor.
Pero en medio de aquel desenlace escalofriante Dios
trajo un halo de esperanza. La Biblia lo dice con la mayor
sencillez: «Porque le llevó Dios» (Génesis 5:24). Dios salvó
a Enoc de la muerte y lo llevó con él como testimonio de
la realidad salvadora del sacrificio prometido. Desde
entonces la perspectiva humana de salvación fue más que
una promesa, se convirtió en una realidad tangible. Jesús
mismo prometió: «Los traeré conmigo».
La vida en la eternidad es más que una idea vaga en la
mente de un grupo de fanáticos; es una promesa de Dios.
Es la convicción plena de que la muerte es un intruso
vencido que desaparecerá porque Jesús murió y venció en
la cruz. La garantía está en que aceptemos la vida, muerte
y resurrección de Jesús. Dudar de esa realidad histórica es
renunciar al beneficio de la vida eterna.
Tal vez estás pasando un momento de crisis o la
enfermedad te agobia. No permitas que la desesperanza te
doblegue. Como Enoc caminó con Dios, aférrate a Jesús
con todas tus fuerzas y acepta su invitación a seguirlo.
Camina con Dios. Si lo haces vivirás. Él vendrá a
buscarnos. Si lo aceptas vivirás con él por la eternidad;
porque él se fue a preparar un lugar y compartirlo con sus
fieles seguidores. Se uno de ellos.

Pr. José M. Moral

Deja una respuesta