«No temas en nada lo que vas a padecer. He aquí, el diablo
echará a algunos de vosotros en la cárcel, para que seáis
probados, y tendréis tribulación por diez días. Sé fiel hasta la
muerte, y yo te daré la corona de la vida».
Apocalipsis 2:10
Nadie hubiera pensado nunca que por cumplir con su fe
lo matarían. Si no hubiera existido Satanás, ser fiel a tus
convicciones personales habría sido muy simple; pero la
existencia de un enemigo acérrimo de las verdades divinas
lo complicó todo. Porque convirtió el cumplimiento de la fe
en un asunto de vida o muerte.
La religión era sencilla. Adorar a Dios no requería tantos
detalles litúrgicos como ahora. Una sola verdad era el
centro de la adoración que practicaban: la promesa de un
redentor que habría de morir para salvarnos. Esa esperanza
se manifestaba en la muerte de un cordero inocente que
recordaba que el Hijo de Dios vendría y moriría por los
pecadores.
La adoración giraba alrededor de ese acto expiatorio. La
muerte del cordero a manos del pecador, anunciaba el
sacrificio futuro del redentor del mundo. Esa fue la
convicción de aquel primer mártir de la fe.
Fue un acto simple: caminó hasta el rebaño, tomó un
cordero, lo trajo ante Dios y lo sacrificó sobre el altar con
sus manos; y Dios se agradó de la ofrenda y lo bendijo.
Ese fue el comienzo de la lucha por la libertad de culto.
Pero Dios no aceptó el sacrificio que hizo su hermano
Caín; porque, en vez de representar al Mesías venidero,
simbolizaba el espíritu de rebelión humana. Caín se
convirtió en símbolo de quienes desean hacer la voluntad
propia antes que la de Dios. Eso se llama rebelión.
Ese acto fue el primer intento humano de establecer una
adoración falsa y carente de significado. Dios no lo admitió,
y mucho menos bendijo al oferente. Porque la ofrenda de
Caín constituyó una adoración basada en el capricho
humano y no en la voluntad divina. El deseo de
independizarse de Dios lo condujo a la envidia y la
rebelión. Fue por eso que Caín mató a su hermano Abel y
se convirtió en el primer asesino. Ambos dieron lo mejor de
sí; pero con resultados distintos.
Hoy sucede lo mismo, pero en una escala miles de
veces mayor; dos fuerzas enormes procuran el favor divino.
Para una, lo que importa es la sinceridad con que se hace;
para la otra, la obediencia es la que vale.
Caín fue sincero, pero un poco de frutas, o de viandas,
no representaban nada; el sacrificio de una calabaza no
podía representar la muerte de Cristo en la cruz del
Calvario. Abel fue sincero y objetivo, su sacrificio se basó
en la promesa de un redentor. El cordero sacrificado por el
mártir anunció el sacrificio del Hijo de Dios en la cruz del
Calvario.
Los seguidores de Caín insisten en que Dios acepte un
culto manchado por la rebelión humana. A los imitadores de
Abel Dios les aconseja: «Se fiel hasta la muerte, y yo te
daré la corona de la vida». Si tienes que morir, muere
mirando a Dios que te espera repleto de compasión y
dispuesto a salvarte.

José M. Moral

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